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domingo, 18 de enero de 2015

La siembra del corazón de Atala Matellini: un canto a la vida

Por Jeamel María Flores Haboud* 



La poesía de Atala es sutil, íntima, femenina, aguerrida y mágica, sin que ninguno de estos calificativos se sobreponga, atreviese o disuada. Atala es expansiva y su siembra parece desbordar los límites de lo posible hacia un pasado remoto de mujeres brujas y sabias, cuyos genes resistieron al machismo predominante y al odio por los caminos del amor y de la esperanza, y un futuro efervescente, siempre en ebullición, donde los más locos sueños se concretan como un espejismo apenas perceptible y, a veces, ya olvidado.
Segura de que la tierra le da el nombre a las cosas, sus palabras se asoman entre los surcos para evocar un pasado que permanece inalienable en la memoria y en el corazón. En él brotan las personas y los paisajes que construyeron la nostalgia con que se tejen el paso de los días y de los lugares que nunca más serán. Ahí se evoca una hacienda infinita donde el desamparo de lo femenino se hace ardiente, insaciable e infatigable, como un volcán en erupción. Ahí se aprende que la generosidad es el don de quien sabe entregarse sin reservas hasta morir en el intento como la semilla.
De esa ferviente vocación de darse, nace el poemario y, con ella (con la poeta), nacemos a la dádiva incontrastable de ser madre: y su preñez se asemeja al de la tierra que aprendió “a escuchar el lenguaje del río” (p. 21) y conoció el idioma imbatible del amor. La naturaleza es la mejor maestra del silencio bendecido por la música. Los cantos son explosión sigilosa de la vegetación: siempre exuberante, siempre incomprendida. Pero eso parece no tener importancia, Atala, igual que el universo que le rodea, está dispuesta a permanecer imperturbable a la insensatez de la indiferencia o de la estupidez: la hacienda le dijo, aún muy joven, que la sencillez de las flores no es pasajera porque ayuda a vivir a quienes saben admirarlas.
El poema número I tiene cuatro versos contundentes y decisivos. Estos abren sus brazos, como los maderos de la cruz, y desbordan la interioridad de exterioridad y viceversa. Limoncarro[i] contiene el universo y puede ser cualquier lugar en el mundo, incluso, una fémina, ella misma. La poeta bucea en la memoria que selló sus primeras impresiones en su paso de niña a mujer: “Yo te busco/ entre tus pozas silenciadas”. La poza es el alma que almacena los recuerdos, huellas indisolubles en las entrañas de quien todavía espera. La mujer calma no ha aniquilado a la infanta que aún sueña, quizás, con poseer lo sagrado.
Los siguientes versos se alzan solidarios hacia la orbe del mundo: parecen un clamor, una súplica o un reclamo. “Yo te cubro/ con el hambre de la tierra”. Recuerdan las contradicciones de la miseria humana que, contra todo pronóstico, destruye, segrega y mata. ¿Qué pasó con el esfuerzo de los campesinos que cual soldados disciplinados cultivaban el campo siguiendo el ritmo del sol? ¿Dónde fueron a parar las cosechas que se almacenaban para premiar a los hombres por su esfuerzo y alimentar a las familias previniéndolas de la carestía? ¿Qué se hizo de ese ritmo altisonante donde todos los seres participaban siguiendo el compás del otro hasta dar los frutos deseados? Algo tenebroso ha pasado ennegreciendo la alegría natural de la tierra: nunca existe justificación para el hambre y la justicia es la melodía necesaria que une todos los cantos.
Esa tristeza se engarza a la propia desolación. Memoria y vastedad se fusionan. Ella es Limoncarro y Limoncarro es ella: “En el ingenio/ se van despejando mil dudas/ que se hacen polvo entre las llamas// Y crece todo el llanto de la hacienda/ En la orfandad de sus campos” (p. 27). El dolor parece ser la única verdad. Las mujeres son las auténticas hacedoras de la vida, tejedoras de utopías, no temen arriesgar el presente por el porvenir: es el regalo que darán a sus hijos. La orfandad no solo es de los niños, sino de la esposa, que no ve llegar nunca al Ulises evocado en los ocasos del día.
No obstante, a veces, parece anidar la esperanza del encuentro: “Y brota de cada hendidura/ La exaltación incontenible de la vida” (p. 37). Pero, nuevamente: “He caído de bruces/ Una y mil veces/ Ante el cansancio/ de mis manos vacías” (p. 47). La mujer y sus hijos, el eterno cuadro de la piedad que se repite (el Dios amado y ausente): “En estas horas lentas/ que aún no llevan nombre/ hay un olor a madre que recorre mi cuerpo/ y perfuma mi espalda” (p. 49).
En esa batalla entre el yo que evoca y la realidad plagada de ausencia (la palabra “soledad” es la que más se repite en el libro), en esa lucha entre lo femenino hecho para amar y lo masculino que se diluye como el agua, a lo largo del libro, la sensación que nos deja es de una sobreviviente “lacerada” (última palabra del libro), pero triunfadora, que ha sembrado, contra viento y marea, en los pliegues de todos los corazones, los versos que anidarán nuevas lides de optimismo y ha dejado en los hijos la prueba infatigable de su amor.



[i] Hacienda arrocera ubicada en la provincia de Pacasmayo, región de La Libertad, al norte del Perú.

*Jeamel María Flores Haboud (Lima,Perú) es Master en Pensamiento Iberoamericano por la Universidad Pontifica de Salamanca (España) y Licenciada en Lingüística y Literatura por la Pontificia Universidad Católica del Perú (Lima). Además, siguió estudios de Literatura y Filosofía en la Universidad La Sapienza de Roma (Italia) y de Derecho en la Universidad de Lima. En la actualidad, es docente de Literatura y Filosofía de la Universidad Ricardo Palma.
Tiene publicados cuatro libros de poesía: Pleamor (Plural editores, La Paz, Bolivia, 2012), Pleamor (La Camera Verde, Roma, Italia, 2007) Ariadna-Arianna (Instituto Italiano de Cultura, Lima, Perú, 2002), Todo era lejos (Pontificia Universidad Católica del Perú, 2000) y Desde los oscuros rincones (Colmillo Blanco, Lima, Perú, 1995). Asimismo, tiene publicada una novela La Rosa del Virreinato (Plural editores, La Paz, Bolivia, 2007), la misma que fue premiada en el Premio de Novela Corta Julio Ramón Ribeyro, convocado por el Banco Central de Reserva del Perú en el año 2007.

sábado, 31 de mayo de 2014

Palabras de Marita Troiano para el libro La siembra del corazón de Atala Matellini

                                Instituto Raúl Porras Barrenechea, Lima, 28 de mayo del 2014.

Buenas noches. En nombre de la Comisión de Escritoras del PEN Internacional del Perú, agradezco al IRPB por el grato hospedaje que nos viene ofreciendo para nuestras actividades, múltiples por cierto, y particularmente por abrir sus puertas a la presentación del poemario La siembra del corazón.  Una noche, ya no de bautizo, sino de confirmación de esta obra escrita con tanto ahínco y muchísima calidad literaria por nuestra querida amiga,  la poeta Atala Matellini.

Así mismo, al tiempo de agradecer vuestra presencia, hago extensivo este agradecimiento a Hernando Guerra García, quien nos brindará sus comentarios sobre este libro de poesía. Un libro de poesía que merece una especial celebración, y del cual, empezaré diciendo que, contraria al mundanal ruido que nos aturde y a muchos acobarda, Atala Matellini, siguiendo mandatos de una primigenia vocación literaria, traduce esta  en un conjunto de poemas bellísimos y de múltiples resonancias, a través de los cuales comparte con el mundo experiencias de vida primordiales. Y una vez más, en plenitud lírica, y alcanzando uno de los puntos más altos de su poesía, nos invita a conocer y aprehender el personalísimo universo simbólico que adorna cada página.

Quienes han seguido cronológicamente cada una de sus obras, reconocerán la receptiva sensibilidad de Atala Matellini para con el mundo exterior, así como también darán fe de su devota identificación con la Naturaleza y una armónica visión del complicado cosmos. Todo lo cual ella traduce con éxito, poéticamente. No será una sorpresa entonces, que estos versos calmos, floreciendo de profundos pensamientos, despojados felizmente de cualquier altisonancia jeroglífica que niega la verdadera esencia de la poesía: el vincular a los seres humanos, sean pues las precisas vías de esta anhelada comunicación y a la vez, las claves para lograr una expresión lírica innovadora y libre.

Los versos de La siembra del corazón, parecen estar suspendidos en el aire. En un aire limpio, fresco. Son versos benefactores  que como una nube-bálsamo nos tocan sutilmente. Son versos que sin alienación retórica, representan una encendida metáfora de su historia personal, pues son la grata sumatoria de palabras que guardan el fulgor de una memoria iluminada por el amor. Son versos dictados por una lúcida conciencia, construidos a partir de la evocación de vivencias trascendentes, de íntimos pensamientos, de toda una biografía que, translúcida, Atala ha ido desgranando, poco a poco y durante muchos años. Sin hipotecas estilísticas. Y por ello, me permito afirmar que estos versos, desde sus raíces mismas, constituyen una confesión liberadora.



La siembra del corazón es un libro que nos ofrece un paseo cálido, sincero y sin ambigüedades por las sucesivas experiencias ganadas por la poeta en una madura juventud, durante la etapa vivida en medio de un campo de arroz en una provincia del norte peruano. Este poemario, es la memoria viva de un tiempo donde su cotidianeidad supo simultáneamente de horizontes de ilusión y de desencanto, de la tibia ternura y de la grisácea soledad, del animado canto de la naturaleza y del silencio. Sentimientos que con legitimidad han inspirado la escritura de esta poesía con la sensibilidad a flor de piel.

Sin embargo, debo señalar que La siembra del corazón, no es la expresión lírica de un intimismo a ultranza (lo cual, es también válido en poesía), sino que rescata el intrínseco valor de elementos y acontecimientos de aquel bucólico entorno, los mismos que, en la siempre solidaria voz lírica de Matellini, adquieren un sentido existencial colectivo.

De esta manera, el peculiar sonido del ingenio, el sol abrazador sobre la piel del campesino, los días de siembra, el resonar del agua viva, el canto de las garzas, y hasta el simple hecho de observar la lluvia, muchas veces en soledad, son temas que, en holgura espiritual, inspiraron estos poemas que son arpegios de paz interior y manifiestan una implícita valoración metafísica, lo cual, no cabe duda, siempre invita a una saludable reflexión.


Su sereno canto nos transporta hasta ese luminoso campo de arroz, donde ella se fue haciendo amiga de un silencio soberano, el mismo que alentó a la poesía que llevaba adentro. Fue en ese pequeño mundo de río y verdor, de murmullos de agua y viento, de palpitar de tierra, donde Atala, con el corazón abierto, teñida de sabiduría, fue forjando su mismidad como mujer y como poeta.

Y así, hoy tenemos en las manos un poemario cuya belleza como objeto, se ha inspirado en esta poética madura, que nace de un lenguaje creado por la poesía misma, a partir del cual, ella nos entrega, además de la singular belleza y del incomparable sentir de una campiña arrocera, su propio paisaje interior, aquel dulcemente poblado de sereno gozo, auroral melancolía o de una atávica tristeza. Acertadas imágenes, símbolos y metáforas, constituyen icónicas ideas estéticas propias a la poesía que se dan cita en esta obra, ornamentándola, proyectando nuestra psique más allá de los límites de lo posible, permitiéndonos viajar hacia un reino fundado en la emoción sustantiva, en aquella emoción que va brotando de una íntima realidad.

Hay que prestar oídos a lo expresado en cada una de las páginas de La siembra del corazón. A su belleza expresiva, a su prosperidad lírica, a su hondura filosófica  a partir de la cual vincula su existencia a la naturaleza y se hace parte de un todo y comunica verdades “verdaderas”, que a todos nos competen.  Pero por sobre todo, porque la poesía de Atala Matellini, sin entrelíneas y venciendo tiranías del tiempo y del espacio, en esta oportunidad, nos invita a que hagamos cierta una renovada siembra de benefactores semillas en nuestros corazones.

Muchas gracias.


                                   Marita Troiano


jueves, 15 de mayo de 2014

ATALA MATELLINI Y LA SIEMBRA DEL CORAZÓN

       



       En este hermoso e intenso poemario, de gran magnetismo telúrico (para decirlo con calificativos que proceden del himno a la agricultura y la ganadería andinas que nuestro César Vallejo tituló "Telúrica y magnética"), Atala Matellini celebra la vida y el amor en esa manifestación suprema que es la maternidad fecunda, auténtico eje de la familia, fuego dulcísimo del hogar. Y nosotros celebramos, al leerla, la maduración artística de su lenguaje poético, su dominio del ritmo en sabia comunión con la armonía del cosmos, así como la expresividad de sus imágenes y recursos que poseen una honda resonancia humana.

       Ciertamente ha aprendido "a escuchar el lenguaje del río", conforme sostiene en la nota preliminar. Como los poetas y músicos de nuestro Ande, inmortalizados en tantas páginas de José María Arguedas, verbigracia en su novela corta "Diamantes y pedernales", Matellini bebe del mensaje de nuestros ríos habladores ( 'rímac' significa precisamente 'hablador', recordemos): un mensaje oracular, epifánico. De ellos "brota un idioma singular que conecta en la dimensión exacta del hombre y la tierra".

        Igualmente , inmersa en el aparente silencio del campo pleno de sembríos, comulga con el mensaje de la Pacha mama, de la Madre Tierra: la transmisión continua de la vida, el ciclo de la semilla, el florecimiento y el fruto, la alegría de la cosecha compartida.  Así como la madre de Vallejo en el poema XIII de "Trilce", no solo es una dulcera que elabora los bizcochos que se disputan sus pequeñuelos, sino que ella misma es la harina, la yema y el horno doméstico (así como fue la leche que mamaron cuando fueron recién nacidos) de esas "hostias" del amor humano; en este poemario Matellini se ha vuelto tierra sembrada, pachamama humana: "Hay un olor a madre que recorre mi cuerpo/ Y perfuma mi espalda (...) Mientras el río canta / Un tierno susurro / Va cuajando en mis entrañas / Me brota con fuerza desde dentro / Se prende a mis brazos / Y sé de la dulzura / Cuando el viento /Cimbra / La espiga preñada" (Y en cada parcela alumbra el agua).

       Al entonar canciones de cuna para sus cinco hijos ("Cinco caminos / Forjados desde mi sangre"), sus latidos acompañan la armonía del cosmos: "Soy una raíz / Que penetra muy hondo / Y se une a lo intangible" (Con los ojos transidos).

      Se declara una creyente de la Madre Tierra, siendo su canto una comunión telúrica: "Creyente / Canto a canto me entrego / A tu profundidad (...) Sembrada entre tus surcos (...) Mi corazón arraigado en tus raíces / Detenido por siempre / En tus brotes de luz". Además de madre, la Tierra constituye la maestra de su canto: "Brotan cantos / Desde la fresca simiente / Fluyen entrelazados / Se abren al universo en pleno / Ondulan con el viento / Trascienden / Germinan" (Canto germinal).



RICARDO GONZÁLEZ VIGIL