Por Jeamel María Flores Haboud*
La poesía de Atala es sutil,
íntima, femenina, aguerrida y mágica, sin que ninguno de estos calificativos se
sobreponga, atreviese o disuada. Atala es expansiva y su siembra parece
desbordar los límites de lo posible hacia un pasado remoto de mujeres brujas y
sabias, cuyos genes resistieron al machismo predominante y al odio por los
caminos del amor y de la esperanza, y un futuro efervescente, siempre en
ebullición, donde los más locos sueños se concretan como un espejismo apenas
perceptible y, a veces, ya olvidado.
Segura de que la tierra le
da el nombre a las cosas, sus palabras se asoman entre los surcos para evocar
un pasado que permanece inalienable en la memoria y en el corazón. En él brotan
las personas y los paisajes que construyeron la nostalgia con que se tejen el
paso de los días y de los lugares que nunca más serán. Ahí se evoca una
hacienda infinita donde el desamparo de lo femenino se hace ardiente,
insaciable e infatigable, como un volcán en erupción. Ahí se aprende que la generosidad
es el don de quien sabe entregarse sin reservas hasta morir en el intento como
la semilla.
De esa ferviente vocación
de darse, nace el poemario y, con ella (con la poeta), nacemos a la dádiva
incontrastable de ser madre: y su preñez se asemeja al de la tierra que
aprendió “a escuchar el lenguaje del río” (p. 21) y conoció el idioma imbatible
del amor. La naturaleza es la mejor maestra del silencio bendecido por la
música. Los cantos son explosión sigilosa de la vegetación: siempre exuberante,
siempre incomprendida. Pero eso parece no tener importancia, Atala, igual que
el universo que le rodea, está dispuesta a permanecer imperturbable a la
insensatez de la indiferencia o de la estupidez: la hacienda le dijo, aún muy
joven, que la sencillez de las flores no es pasajera porque ayuda a vivir a
quienes saben admirarlas.
El poema número I tiene
cuatro versos contundentes y decisivos. Estos abren sus brazos, como los
maderos de la cruz, y desbordan la interioridad de exterioridad y viceversa. Limoncarro[i] contiene el universo y
puede ser cualquier lugar en el mundo, incluso, una fémina, ella misma. La
poeta bucea en la memoria que selló sus primeras impresiones en su paso de niña
a mujer: “Yo te busco/ entre tus pozas silenciadas”. La poza es el alma que almacena
los recuerdos, huellas indisolubles en las entrañas de quien todavía espera. La
mujer calma no ha aniquilado a la infanta que aún sueña, quizás, con poseer lo
sagrado.
Los siguientes versos se
alzan solidarios hacia la orbe del mundo: parecen un clamor, una súplica o un
reclamo. “Yo te cubro/ con el hambre de la tierra”. Recuerdan las
contradicciones de la miseria humana que, contra todo pronóstico, destruye,
segrega y mata. ¿Qué pasó con el esfuerzo de los campesinos que cual soldados
disciplinados cultivaban el campo siguiendo el ritmo del sol? ¿Dónde fueron a
parar las cosechas que se almacenaban para premiar a los hombres por su
esfuerzo y alimentar a las familias previniéndolas de la carestía? ¿Qué se hizo
de ese ritmo altisonante donde todos los seres participaban siguiendo el compás
del otro hasta dar los frutos deseados? Algo tenebroso ha pasado ennegreciendo
la alegría natural de la tierra: nunca existe justificación para el hambre y la
justicia es la melodía necesaria que une todos los cantos.
Esa tristeza se engarza a
la propia desolación. Memoria y vastedad se fusionan. Ella es Limoncarro y
Limoncarro es ella: “En el ingenio/ se van despejando mil dudas/ que se hacen
polvo entre las llamas// Y crece todo el llanto de la hacienda/ En la orfandad
de sus campos” (p. 27). El dolor parece ser la única verdad. Las mujeres son
las auténticas hacedoras de la vida, tejedoras de utopías, no temen arriesgar
el presente por el porvenir: es el regalo que darán a sus hijos. La orfandad no
solo es de los niños, sino de la esposa, que no ve llegar nunca al Ulises
evocado en los ocasos del día.
No obstante, a veces,
parece anidar la esperanza del encuentro: “Y brota de cada hendidura/ La
exaltación incontenible de la vida” (p. 37). Pero, nuevamente: “He caído de
bruces/ Una y mil veces/ Ante el cansancio/ de mis manos vacías” (p. 47). La
mujer y sus hijos, el eterno cuadro de la piedad que se repite (el Dios amado y
ausente): “En estas horas lentas/ que aún no llevan nombre/ hay un olor a madre
que recorre mi cuerpo/ y perfuma mi espalda” (p. 49).
En esa batalla entre el yo
que evoca y la realidad plagada de ausencia (la palabra “soledad” es la que más
se repite en el libro), en esa lucha entre lo femenino hecho para amar y lo
masculino que se diluye como el agua, a lo largo del libro, la sensación que
nos deja es de una sobreviviente “lacerada” (última palabra del libro), pero
triunfadora, que ha sembrado, contra viento y marea, en los pliegues de todos
los corazones, los versos que anidarán nuevas lides de optimismo y ha dejado en
los hijos la prueba infatigable de su amor.